lunes, 19 de mayo de 2014

Cosas que pasan, de Michel Bonnefoy: Presentación en cuatro episodios, por Alida Mayne-Nicholls Verdi



Episodio 1: “Mi bisabuelo no es mentiroso pero considera que en la verdad caben las omisiones y las adaptaciones cuando se trata de recordar el pasado […]” (7).  “Mi bisabuelo” es el primero de los diez cuentos que conforman Cosas que pasan. Cuando se avanza en la lectura del libro, nos damos cuenta de que este primer relato es diferente; la narración tiene otro tono, en parte porque está mediada por este bisnieto que a veces acepta y otras cuestiona las memorias que el anciano trae del pasado; un descendiente que trata de dilucidar qué hay de verdad en la historia del bisabuelo ruso: su partida y su llegada fortuita al sur de Chile, en medio de omisiones y esfuerzos por ser testigo de acontecimientos impactantes, aunque las fechas no cuadren. En cambio, los siguientes cuentos hablarán desde el yo –unos femeninos, otros masculinos-, tratando de reconstruir sus propias historias. Sin embargo, el relato del bisabuelo o, más bien, la forma de recordar y narrar que tiene el bisabuelo nos dispone a leer los recuerdos de los otros cuentos teniendo presente que recordar es recrear momentos guardados en la memoria: al sacarlos afuera se convierten irremediablemente en una ficción, en un relato, porque comunicar aquello que alguna vez pasó ya no es posible.
Ricoeur escribió: “La amenaza permanente de confusión entre rememoración e imaginación, que resulta de este devenir imagen del recuerdo, afecta a la ambición de fidelidad en la que se resume la función veritativa de la memoria. Y sin embargo…
Y, sin embargo, no tenemos nada mejor que la memoria para garantizar que algo ocurrió antes de que nos formásenos el recuerdo de ello” (La memoria, la historia, el olvido 22-23). Pero, ¿es eso lo que buscamos al recordar? ¿Anotar una verdad? ¿Por qué es una amenaza la imaginación cuando el recuerdo es el de un momento íntimo, privado? Porque relatar nuestra historia no es hablar de una serie de sucesos como si se tratara de una minuta higiénica, sino que el yo de esas narraciones articula –por usar un término de Sylvia Molloy- esos sucesos en una narración que es propia y en la que, de hecho, se expone, de la misma manera que lo hacía el bisabuelo, a que alguien dude de los detalles, de lo que se vio, de lo que se dijo, de lo que se fue protagonista y de lo que se fue testigo. En ese sentido, la historia del bisabuelo se me fue presentando como una invitación en muchos niveles; algunos de ellos: reconocer cómo yo misma reconstruyo historias de infancia que ya no sé si son recuerdos propios o si se trata de recuerdos impresos en mi mente como consecuencia del continuo relato de padres y abuelos; y es también una invitación a leer sin prejuicios, a no juzgar cuando el narrador inventa nombres, situaciones, gustos.
El último párrafo del cuento “El bisabuelo” nos relata brevemente cómo este hombre que no hablaba el español y que quedó varado en Puerto Montt, encontró trabajo reparando el techo de un cura. Gracias a eso –asegura el bisabuelo- aprendió un oficio –no el de reparador de techos, sino el de ebanista- y encontró un amor: la sobrina del cura, la futura bisabuela del narrador, “por ella no volvió a embarcarse. Eso debe ser verdad porque mi bisabuela se sonroja cuando escucha esa parte” (12), nos dice el bisnieto. Y allí este cuento nos da otra guía, porque el resto de los relatos de Cosas que pasan son relatos de amor: en tiempos difíciles –dictadura, clandestinidad, exilio-, pero al fin y al cabo historias de amor: sus detalles podrán estar afectos a la tal amenaza de la imaginación, pero esa pequeña mención del romance del bisabuelo nos enseña que, en medio de las omisiones y las adaptaciones, lo relativo al amor “debe ser verdad”.
Esto me lleva al:
Episodio 2: la memoria que hay en estos cuentos es una memoria herida, marcada por el trauma, un trauma insalvable en la enunciación: el presente no puede olvidar que el 11 de septiembre de 1973 hubo un golpe de Estado que más que cambiar un país y a su gente, lo agrietó de manera irrevocable. Los personajes de Cosas que pasan tienen conciencia de ello y algunos incluso lo explicitarán. Así en el cuento “Mala suerte”, el narrador nos anuncia que su recuerdo tuvo lugar “poco después del golpe de Estado que encabezó Augusto Pinochet” y luego, entre paréntesis, nos advierte: “(me permito este pequeño alcance histórico porque la dictadura tiene un rol protagónico en este cuento y los años transcurridos podrían haber borrado el pasado en algunos lectores amnésicos)” (13).  Por supuesto que habrá lectores amnésicos; recordemos lo que propone al respecto el argentino Hugo Vezzetti: tres formas de memoria, una que solo quiere dar vuelta la página; otra en que no hay distanciamiento alguno, el pasado sigue siendo presente; y una memoria que busca reflexionar acerca de lo que pasó. Los personajes –o gran parte de ellos- de Cosas que pasan no quieren dar vuelta la página y tienen conciencia de que no es posible retomar el pasado, sus acontecimientos no quedaron suspendidos; pero el quiebre, la herida, requiere que de alguna u otra manera se cuenten aquellos relatos que no ocupan un lugar en los textos de historia y en las memorias oficiales.
Las historias de amor parten de encuentros casuales: un cruce de miradas en el paradero de micros o en un recital en un parque; o bien, una cita a ciegas. Todos ellos son posibilidad, una posibilidad de diluirse tan imperceptiblemente como se gestó o posibilidad de redundar en algo más, algo que se mantendrá en el tiempo, que podrá seguir formando nuevos recuerdos. Lo que sucede con estos amores es que algo se interpone entre ellos: una detención, una desaparición, el exilio, incluso estar en veredas políticas contrarias. Ante situaciones como el toque de queda, las vigilancias, la clandestinidad, los relatos nos presentan a personajes que insisten en el amor, porque saben que la única manera de sobrevivir es dándole un lugar a la posibilidad, es decir, al futuro. En “Malentendido” el narrador recuerda: “Les conté [a sus amigos] cada detalle de mi encuentro con Verónica […], insistiendo en el azar que nos había reunido y las circunstancias que presagiaban algo más que una aventura pasajera” (84): el ansia de lo que puede llegar a ser. Pero no solo es futuro, sino algo que se concreta en el presente; el amor entonces es un refugio: protege de la soledad, del dolor, del miedo, de la posibilidad de que en el futuro (a veces demasiado cercano) todo se destruya de forma implacable.
Y para nosotros, lectoras y lectores, una interpelación a que no demos vuelta la página.
Ante la violencia desplegada, la memoria se vuelve necesaria para rearmar esos breves pero intensos episodios amorosos; una forma de hacerle justicia a las historias que quedaron inconclusas, a las personas que fueron lastimadas, a la eliminación del amor.

Episodio 3: la vida en el otro lado
Los cuentos, en general, nos muestran historias sobre chilenos expatriados; sus historias fuera de casa y también esos vívidos e íntimos recuerdos de amor que se llevaron consigo al exilio. El caso del bisabuelo es distinto: un expatriado que convirtió a Chile en su nuevo hogar. Esta historia nos muestra que es posible crear vínculos en un nuevo lugar; según el bisabuelo, de hecho, en un año ya había olvidado cuál era su verdadera procedencia. El bisnieto, por supuesto, no le cree; yo también creo que miente, pero hay una verdad profunda ahí: para echar raíces en un nuevo lugar, hay que “olvidarse” del lugar de origen.  En Canción en el sombrero, el texto autobiográfico de Horacio Salinas de Inti-Illimani, el músico relata que después de ocho años de exilio en Italia, seguían pensando en ello como algo provisorio, como si estuvieran de paso. Pero en un momento ese estar de paso quedó en evidencia: “Ya no podíamos mantener nuestras maletas alertas para el regreso y había que pensar en acomodar la casa, quitarle lo provisorio” (116). Nuevamente nos encontramos con el amor: un bisabuelo que decide olvidar si era ruso, ucraniano o moldavo; un hombre que se debate entre regresar a Chile o formar una familia en el nuevo país, pasar de lo temporal a lo indefinido. La reflexión es inevitable: el que parte al exilio se ve obligado a renunciar a muchas cosas, pero el que decide convertir el país que lo acoge en algo permanente, también debe renunciar. Por eso, no hay una sola decisión ni un solo camino posible, como nos muestran estos cuentos: aunque el contexto político sea similar para todos, la forma de experimentarlo en la intimidad, en lo personal, será único para cada individuo, como lo es para cada uno de los personajes que llegamos a conocer en estos relatos.
Y porque cada camino es único y personal, finalmente llego al Episodio 4, que es la lectura que harán ustedes de estos cuentos; cada uno sabrá cuáles son sus omisiones y adaptaciones.

Alida Mayne-Nicholls Verdi, Mayo 2014.

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